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“Hay tragedias que enseñan, evangelizan y educan”

Bolívar Piña es un hombre fuerte y respetuoso. Se formó al calor de la honra, el trabajo y en cumplir su palabra. A finales de julio, se desmoronó el imperio emocional del hogar.

Su esposa, Eunice Cabreja fue hallada inerte en la residencia de la urbanización Andújar, de San Francisco de Macorís. Juntos sostenían un matrimonio admirado, una relación de pareja de ensueño, una familia con dos hijos y varias empresas de respeto en la Región. A ese dolor -tan grande como el mar- a Bolívar le fue depositada una nueva cruz, cincuenta y cinco días después, su hijo menor, Nabil Piña Cabreja, falleció en el accidente de tránsito que arrebató la vida de cinco muchachos cuando empezaban a vivir.

La madrugada del 15 de septiembre, Miguel de la Cruz de León, Luis Jesús Almonó, Nabil Piña Cabreja, Kamil Rodríguez Hernández y Emil Suárez Ledesma, menores de 18 años, murieron en un dramático accidente ocurrido en un tramo de la carretera San Francisco de Macorís-Controba.

Abrazados en adrenalina y vistiendo pijama, aceleraron un carro Toyota Corolla a 180 kilómetros por hora, mientras sus familiares dormían. La muerte golpeó a los cinco estudiantes del colegio La Altagracia, donde cuelgan medallas por los méritos de estos muchachos, queridos por las monjas del Cardenal Sancha.

“Era mi bastón. El más chiquito de la casa. Alimentaba los perros que son parte de la familia”, comenta el empresario, en la sala del lugar que le sirve de casa, ya que por recomendación de especialistas en trauma, él y sus hijos abandonaron el hogar que compartían con Eunice. Hoy, el espacio, modesto en sí, le resulta demasiado grande por la ausencia del adolescente.

“Papi, tienes que aprender a caminar con la carga”, le insistía su hijo para animarlo cuando él, recordando a su esposa, se salía de la cama para toparse con el amanecer.

Bolívar es un empresario que ante todo estaba muy orgulloso de su muchacho. “Todos eran meritorios, nobles, educados, jugaban baloncesto”, testimonia el padre acerca de quien podía conversar en cuatro idiomas y aspiraba a aprender ruso.

El fin de semana de la tragedia, Bolívar, como siempre, le dio mucho seguimiento a su hijo. Le telefoneaba constantemente, porque esos días se los pasaría en casa de su mejor amigo, Kamil.

”Transformó mi vida”

Miguel Vladimir de la Cruz es cirujano ortopedista. Su hijo mayor, de 16 años, conducía el vehículo accidentado. Esa madrugada, posterior a atender una emergencia, el doctor, perteneciente a la junta de directores del Centro Médico Siglo XXI, le ordenó acostarse. “Yo lo doy por hecho, porque hablar con mi hijo era una orden respetada”, recuerda.

Al amanecer, el médico fue contactado. Y al comprobar la triste desventura, ató los cabos: las alarmas de la casa no funcionaron; la cámara dejó fijo el carro en que viajaban los adolescentes y -al pasar el límite de velocidad- el GPS le emitió más de cien señales que él no sintió. “Tú ordenas todo, pero es Dios quien tiene el control”, manifiesta el hombre con un llanto hondo, tan profundo, que le roba la voz.

A la fuerza y de golpe, el médico aprendió que hay tragedias “que enseñan, evangelizan, educan”. Y además, asimiló -en segundos- que no se puede juzgar. “Cuando llegué y encontré a mi hijo, un muchacho de principios, creí que lo habían atracado, y para salvarse decidió chocar el vehículo. Para mí era inconcebible que estuviera fuera de San Francisco. Y, sorpresa, eran cinco hermanos que se mataron juntos. Uno no puede juzgar sin saber la esencia de las cosas”, analiza de sopetón.

Miguel Vladimir es dirigente rotario. Comparte profesión con su esposa. Lleva quince años como voluntario médico en Rehabilitación. Tres días antes de la muerte de su hijo, le confesó en la terraza que dejaría la institución para dedicar más tiempo a la familia. “Papi, no la dejes, porque esa es la única forma que mucha gente tiene de llegarte”, fue uno de los últimos consejos del adolescente.

Al lado de su padre, también médico, Miguel Vladimir aspira a que Dios le dé fuerzas, “para que de esta tragedia podamos sacar algo bueno”. Sosteniendo la mirada, asegura que su hijo no fumaba y detestaba el alcohol. “Eran cinco modelos de niños, que el Señor se los llevó para dar un cambio y dar un ejemplo”.

Acostumbrado a sosegar dolores y enmendar pesares ortopédicos, el médico no pensó que muy pronto tendría que lidiar con una aflicción inmensa.